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El terremoto de 1822

valparaiso1822

Debido a su ubicación sobre el Cinturón de Fuego del Pacífico, Chile es considerado, junto con Japón, como uno de los países más activos sísmicamente en todo el mundo. Los terremotos y erupciones volcánicas son, por tanto, un ingrediente autóctono de la historia chilena. Entre estos eventos, uno de los más importantes fue el terremoto de 1822.

En dicho 1822, hubo un intenso terremoto en Copiapó. Sin embargo, al ubicarse este asentamiento casi en el borde de lo que en ese tiempo se llamaba el «Despoblado de Atacama», tuvo pocos efectos sociales. Un par de semanas después, vino otro aún mayor, y éste sí que se ubicó más próximo a la Zona Central. El 19 de Noviembre de 1822, en Valparaíso, hubo un día extraño, con gran marejada, pero sin viento. A las diez de la noche surgió un enorme ruido de la tierra, y ésta se movió. Este primer movimiento fue suave, y muchos pudieron salir de sus casas y ponerse a salvo, y esto en buena hora, porque vino un segundo movimiento, y con éste se desplomaron de golpe todas las iglesias de Valparaíso. El cronista Longueville Vowell (citado por Leopoldo Castedo) escribe: «El ruido que acompañó al temblor fue espantoso. En vez del ruido normal de los temblores, semejaba descarga de truenos subterráneos, o el de torrentes que arrastran piedras de gran tamaño. Parecía que gruesas capas de granito se removían en las entrañas de los cerros». El terremoto duró tres minutos, y en ellos el mar se retiró y regresó tres veces, con olas de hasta cuatro metros. Los escasos muros que resistieron, se desplomaron durante la noche siguiente, en medio de las 36 réplicas posteriores registradas. Por otra parte, en Quintero, el terremoto fue acompañado de una marejada que inutilizó al puerto durante una buena cantidad de años.

Los rateros emprendieron el saqueo, pero después, buscando en los escombros, encontraron a muchos de ellos «aplastados por las murallas con los objetos robados en la mano» (escribe Leopoldo Castedo).

Pero lo que terminó de crear espanto, fue el paso de un meteoro o estrella fugaz. La desesperación popular llevó a la gente a volcarse en la religión, a despecho de la evidencia de que las iglesias estaban tan en el suelo como las casas particulares. Salieron predicadores y religiosos a gritar que el terremoto había sido un castigo del cielo. Una monja «confesó» haber recibido una revelación, y predijo el fin del mundo para las once de la mañana del día siguiente. Los sacerdotes no perdieron tiempo en hacer propaganda contra el gobierno de Bernardo O’Higgins, reconocido masón que por aquellos años llevaba a cabo reformas profundamente lesivas para la Iglesia Católica, como por ejemplo la creación de un Cementerio General alternativo a los cementerios católicos. Por cierto, O’Higgins apenas salvó con vida, porque esa noche dormitaba justamente en el Palacio de Gobierno de Valparaíso, y tuvo que ser sacado casi a la rastra al tiempo que el edificio entero se desplomaba. Quizás, la renuncia de O’Higgins en Enero de 1823 fue acelerada por el ánimo popular predispuesto en su contra por la excitación que los religiosos hacían de las supersticiones de la gente. En forma paralela, dos frailes, don Camilo Henríquez (el de «La aurora de Chile», el primer diario de Chile) y el dominico Tadeo Silva, se enfrentaron en un ácido debate a través de la prensa, ya que el primero trataba de contrarrestar el exceso de fervor popular con algunas ideas ilustradas, mientras que el otro defendió las ideas del Catolicismo más fanático, y llegó a acusar a Henríquez de impiedad por darle lugar a las ideas «modernas» y «científicas» de esos sucios revolucionarios franceses…

Por su parte, la impenitente viajera inglesa Mary Graham, que estaba de paso en Chile por aquellos días, dejó una estupenda crónica de los sucesos. Describe con toques pintorescos, pero también angustiantes, las carpas y ramadas, y pone no poco énfasis en el «poder desmoralizador y relajador de los aspectos sociales de las grandes calamidades»…

Vía: Siglos Curiosos